Todos los países son ficciones, pero algunos son más ficticios que otros. Quiero decir que todos los países se construyen a partir de un relato: puede ser un relato que la sociedad asume como propio más allá de divisiones internas —libertad, igualdad y fraternidad—, o un relato que ha funcionado durante siglos y luego entra en crisis súbita, como el relato de los imperios, o un relato que parte de nuestras aspiraciones aunque la realidad no las justifique. Entre todas las ficciones de Occidente, la de Estados Unidos ha sido acaso la más arriesgada, porque ha tratado de construir una identidad monolítica sobre una de las sociedades menos monolíticas del planeta: desde hace décadas la Historia se estudia en las escuelas con un libro titulado El experimento americano. Entran en escena los clichés: el american dream, el “crisol de culturas”, “la nación más grande de la Tierra”. Todos los políticos de Estados Unidos pronuncian estas últimas palabras sin el menor asomo de pudor o de ironía: hacerlo —y además, inverosímilmente, creérselas— es requisito para aspirar a cualquier cargo público. En su discurso más famoso, Martin Luther King añoraba una nación que “estuviera a la altura del verdadero significado de su credo”. ¿Qué significa esto?
La gran lección que la victoria del republicano deja a los aspirantes a autoritarios del mundo es que no hay mentira tan grande que no pueda ser aceptada por la sociedad